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Ruta Un valle vestido de gala

Ruta Un valle vestido de gala

Si se puede, lo mejor es reservar alguna fecha de mediados de abril para realizar esta ruta por el Valle de Las Caderechas.
Con la primavera en su esplendor, este aislado rincón de la comarca burgalesa de La Bureba se viste de gala gracias al manto blanco de sus miles de cerezos en flor.

Una vez en Salas de Bureba, una de las puertas de entrada a Las Caderechas, hay que seguir la tranquila carretera que se dirige hacia Aguas Cándidas. Enseguida nos daremos cuenta de la personalidad de su paisaje: la mágica alternancia entre los maduros bosques de pino, quejigo y encina, y los campos de cerezos y manzanos.

El pueblo con agua
En Aguas Cándidas, que literalmente significa “aguas blancas” o “transparentes”, brotan varios manantiales de abundante y constante caudal que incrementan de manera notable el modesto arroyo Vadillo. En el caserío de esta tranquila localidad, que se encarama por una suave ladera, predominan las muestras de arquitectura popular propias de la comarca. Junto a las casas campesinas, en las que destacan los materiales pétreos, se alzan varias casonas señoriales con sus correspondientes escudos.
Y hablando de agua, en el cercano Padrones de Bureba se localiza la cascada de La Huevera. Para llegar hasta ella hay que seguir el sendero señalizado que parte desde el pueblo. En total, entre ida y vuelta, son algo más de cuatro kilómetros de entretenida marcha. La recompensa es un escondido rincón en el que el arroyo de Valdelapelilla se precipita en una serie de saltos —hay una escalera de madera que permite acceder a los superiores— que al final forman una bella poza de aguas esmeralda.

De regreso a Aguas Cándidas, la carretera prosigue su calmado trayecto al encuentro de Río Quintanilla. Hacia la derecha se divisan los llamativos perfiles de dos de las montañas con más altura y personalidad de la zona: Peña Alborto y Castilviejo. Río Quintanilla cuenta con dos núcleos de población bien definidos y separados por unos 500 metros.
El primero que se alcanza es Barrio de Río Quintanilla, formado por un conjunto de casas levantadas con una bella y dorada piedra de toba.
Para visitar el núcleo principal de Río Quintanilla hay que tomar la carretera que por la derecha se dirige hacia Quintanaopio. Antes se descubre, encaramada en un altozano, la iglesia de los santos Emeterio y Celedonio, de estilo románico y fechada a mediados del siglo XII.

La joya románica de Las Caderechas
A medio camino entre Barrio Quintanilla y Río Quintanilla, en un altozano perfilado por los relieves calizos de Castilviejo, se alza el pequeño templo de los santos Emeterio y Celedonio, que por su armoniosa estructura y privilegiada ubicación llama la atención desde la distancia. Aunque por su tamaño y aislamiento parece una ermita, en realidad fue la iglesia parroquial del desaparecido núcleo medieval de Pinilla.
La iglesia de Río Quintanilla sigue el modelo de las construcciones del románico rural de la comarca de La Bureba en la segunda mitad del siglo XII. Edificada con buena sillería de piedra de toba —ligera y abundante en la zona—, consta de nave única y cabecera con presbiterio recto y ábside semicircular. Destaca la vistosa espadaña que se alza sobre el arco triunfal.
La nave del templo se divide en tres tramos separados por los contrafuertes que reciben la carga de los arcos fajones del interior. En el tramo central se abre una portada con arco de medio punto y sencillas arquivoltas aboceladas que apoyan en jambas acodilladas.
La única decoración de la fachada meridional es la serie de canecillos que sostienen la cornisa. Un poco toscos, por la dificultad de tallar la toba, muestran un repertorio en el que se pueden identificar bóvidos, aves, lobos y algunos rostros humanos cubiertos con distintos tocados cónicos.
El ábside que remata la cabecera tiene planta semicircular y se articula mediante codillo. Para adaptarse al desnivel de la ladera sobre la que se asienta el sagrado edificio, se encuentra un poco más alto que la nave y el presbiterio. Al exterior muestra tres tramos separados por pilastras que sostienen semicolumnas rematadas por capiteles con figuras humanas heridas por la erosión de la toba. Cada uno de los tres paños del ábside se decora con su correspondiente arco apuntado de aristas aboceladas. El central es el único que cuenta con una abocinada ventana que ilumina el interior. La cornisa en chaflán descansa sobre canecillos decorados con nacela.Uno de los elementos que otorgan personalidad a la iglesia de los santos Emeterio y Celedonio es la espadaña que se alza, al igual que en otras iglesias de La Bureba, sobre el arco triunfal que separa la nave de la cabecera.
Una escalera oculta en el muro meridional del presbiterio permite acceder hasta su base para contemplar su perfil, con dos troneras apuntadas y un escalonado remate en el que se abre el campanil.
Por desgracia, las campanas fueron robadas hace unos cuantos años.El interior de esta pequeña iglesia mantiene bastante bien su primitiva fábrica románica y apenas ha sufrido añadidos o modificaciones. La nave, que se cubre con bóveda de cañón ceñida por arcos fajones de medio punto, se abre al presbiterio —también cubierto por cañón— mediante un arco triunfal doblado.
El ábside está cubierto con la típica bóveda de horno. Los techos están decorados con unas originales pinturas murales del estilo rural predominante en la transición entre el románico y el gótico. La pila bautismal es sencilla y sin apenas decoración.

Al llegar a Río Quintanilla, el viajero se topará con un restaurado torreón que, sobre un rocoso espolón, defiende desde los primeros tiempos altomedievales una de las más estratégicas entradas a la comarca.
La construcción actual, de planta cuadrada, está levantada con toba de la zona y data del siglo XV. En sus macizos muros se abren unas cuantas y rasgadas troneras.

Camino de Hozabejas
Para continuar la ruta hay que desandar lo andado —de camino se localiza un antiguo molino harinero que utilizaba las aguas del arroyo Vadillo— hasta alcanzar de nuevo el cruce que se dirige hacia Hozabejas y Rucandio. El cada vez más escarpado paisaje anuncia la proximidad de los elevados paredones rocosos que enmarcan la comarca y le otorgan su característico armazón paisajístico.
Hozabejas es una pintoresca localidad, rodeada de bosques y árboles frutales, situada a los pies de la Peña Cironte y a las puertas del desfiladero por el que transitaba una antigua y estratégica vía de comunicación entre Cantabria y La Rioja. Su alargado perfil urbano conserva todavía el trazado lineal de “pueblo camino” y, entre su patrimonio, destacan —además de una llamativa arquitectura popular de entramados— los restos de un acueducto erigido en el siglo XVII para conducir las generosas y represadas aguas del arroyo Hozabejas hasta las huertas y campos de los alrededores.

La carretera atraviesa el pueblo en un par de cerradas curvas que permiten ganar altura y acercarse hasta la entrada de la estrecha y profunda hoz que está en la raíz etimológica del nombre de Hozabejas. Hay que continuar unos kilómetros en dirección a Escóbados de Abajo para percibir toda la grandeza natural del desfiladero.
Mientras sus laderas inferiores aparecen cubiertas por una espesa masa vegetal en la que se entremezclan chopos, alisos, arces, fresnos, tilos, quejigos, encinas y pinos, las zonas más elevadas se resuelven en vertiginosas cresterías calizas donde anidan un gran número de buitres leonados, águilas reales, alimoches, halcones peregrinos y búhos reales.
De regreso hacia el valle y de camino a Rucandio se pasa bajo los verticales paredones del Portillo del Infierno, por donde discurre un viejo camino carretero —por el que transitaban los famosos arrieros de Las Caderechas— ideal para efectuar atractivos recorridos senderistas. Rucandio mantiene su estructura de núcleo medieval, con sus casas agrupadas en cerradas manzanas y una arquitectura que se caracteriza por el empleo de la piedra en las plantas bajas y de entramados verticales de madera rellenos de piedra menuda cogida con mortero de cal o yeso en las superiores. Casi todas las construcciones suelen ser altas, con dos o tres plantas, en las que se reservaban grandes espacios para almacenar la abundante fruta producida en el valle.

Un Madrid muy burgalés
Los siguientes pueblos del recorrido —Madrid de las Caderechas, Huéspeda y Herrera de Caderechas— se encuentran en la parte más alta de la comarca, y para llegar hasta ellos es necesario ascender suavemente a través de un extenso pinar. Aunque aparecen algunos ejemplares de pino albar, la especie dominante es el pino pinaster, introducido en la zona por su rica producción de resina. La mayoría de los viejos árboles muestran sus retorcidos troncos recorridos por las largas cicatrices del sangrado resinero. De vez en cuando también se puede admirar el majestuoso porte de los centenarios quejigos que quedan del primitivo bosque autóctono. En el suave ascenso hacia Madrid de las Caderechas llaman la atención, por su fuerte contraste con el verde de la vegetación, unas blanquísimas manchas del terreno que anuncian la presencia de una apreciada arcilla: el caolín. Conviene saber que las rocas y materiales de la zona pertenecen al Cretácico Inferior y al Jurásico, y están constituidas esencialmente por arcillas, arenas, areniscas, calizas arenosas, margas y conglomerados cuarcíticos.


Los miradores de Las Caderechas
Enseguida se llega a una pequeña aldea que tiene el honor de compartir nombre con la capital de España: Madrid de las Caderechas. El recorrido atraviesa la localidad sin sufrir ningún atasco y alcanza Huéspeda, un tranquilo pueblo situado a 859 metros de altura desde el que se dominan unas extraordinarias panorámicas de todo el Valle de Las Caderechas.

Otra vez por Madrid, hay que continuar por el carreteril asfaltado que discurre en paralelo a las cresterías que aíslan la comarca de los fríos vientos del norte y contribuyen al excepcional microclima que reina en el entorno, favoreciendo la producción de los abundantes cerezos y manzanos.
Tras pasar por Herrera, desde donde también se disfrutan excelentes vistas, la carretera —hay que tomar dos cruces hacia la derecha— vuelve a internarse en un denso pinar que la acompañará hasta alcanzar Quintanaopio. Como casi todas las localidades de Las Caderechas, este pueblo tiene una sonora denominación con un origen etimológico que hace referencia a un nombre propio de persona: Oppio.
Quintanaopio y su entorno
Quintanaopio se extiende a la sombra de El Mazo, una puntiaguda e inconfundible montaña. Su caserío está presidido por una iglesia parroquial que luce una portada gótico florido y que guarda en su interior un interesante retablo renacentista fechado hacia 1544, atribuido a Juan Díaz de Salas, que denota claras influencias de los dos más prestigiosos escultores burgaleses de la época: Felipe Bigarny y Diego de Siloé.


Antes de continuar hacia Cantabrana, puede ser una buena idea internarse en el estrecho y fértil valle por el que discurren las cristalinas aguas del arroyo Vadillo. Camino de Río Quintanilla se descubren algunos de los parajes más bellos de Las Caderechas. Entre todos destaca el presidido por las ruinas de la minúscula ermita de San Roque, en las inmediaciones de una antigua y abandonada central hidroeléctrica.
El río Caderechano
El tramo final de la ruta discurre en paralelo al curso del río Caderechano, que tiene sus fuentes en Rucandio y que, antes de desembocar en el río Homino, recorre cerca de 45 kilómetros. Enseguida se llega a Cantabrana, un pueblo que conserva un rico patrimonio, centrado en un buen número de casas populares con entramados, varias casonas señoriales de amplios aleros y una iglesia parroquial del siglo XVII con un retablo mayor dedicado al apóstol Santiago.
Cantabrana es famosa por la raíz etimológica de su topónimo, que algunos eruditos hacen derivar del término “cántabro”. Esto ha llevado a varios historiadores a pensar que cerca de Cantabrana se encontraba el límite entre tres importantes pueblos prerromanos: cántabros, autrigones y turmogos. Asimismo, en la localidad se conservan algunas bodegas subterráneas en las que se guardaba el apreciado chacolí obtenido de las numerosas viñas plantadas en los alrededores. Otro cultivo que también supuso un notable desarrollo para Las Caderechas fue el del lino, con el que, sobre todo durante el siglo XVI, se abastecían varios telares instalados en la comarca.
Antes de abandonar definitivamente este bello y encantado territorio burgalés hay que atravesar Bentretea, la antigua Veintretea, ya citada en un documento del monasterio de Oña del año 1011, donde se alzan varias casas señoriales de época barroca. Una de ellas luce un llamativo escudo policromado sostenido por dos leones tenantes. El último pueblo del Valle de Las Caderechas no podía ser otro que Terminón. Su nombre deriva de Terminus, dios romano de las fronteras, ya que el lugar fue frontera de sus legiones y zona de paso de alguna de sus importantes calzadas. Desde allí solo queda enlazar con el punto de partida.



Distancia:
Localidades por las que discurre:

Salas de Bureba

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Con la primavera en su esplendor, este aislado rincón de la comarca burgalesa de La Bureba se viste de gala gracias al manto blanco de sus miles de cerezos en flor.

Una vez en Salas de Bureba, una de las puertas de entrada a Las Caderechas, hay que seguir la tranquila carretera que se dirige hacia Aguas Cándidas. Enseguida nos daremos cuenta de la personalidad de su paisaje: la mágica alternancia entre los maduros bosques de pino, quejigo y encina, y los campos de cerezos y manzanos.

El pueblo con agua
En Aguas Cándidas, que literalmente significa “aguas blancas” o “transparentes”, brotan varios manantiales de abundante y constante caudal que incrementan de manera notable el modesto arroyo Vadillo. En el caserío de esta tranquila localidad, que se encarama por una suave ladera, predominan las muestras de arquitectura popular propias de la comarca. Junto a las casas campesinas, en las que destacan los materiales pétreos, se alzan varias casonas señoriales con sus correspondientes escudos.
Y hablando de agua, en el cercano Padrones de Bureba se localiza la cascada de La Huevera. Para llegar hasta ella hay que seguir el sendero señalizado que parte desde el pueblo. En total, entre ida y vuelta, son algo más de cuatro kilómetros de entretenida marcha. La recompensa es un escondido rincón en el que el arroyo de Valdelapelilla se precipita en una serie de saltos —hay una escalera de madera que permite acceder a los superiores— que al final forman una bella poza de aguas esmeralda.

De regreso a Aguas Cándidas, la carretera prosigue su calmado trayecto al encuentro de Río Quintanilla. Hacia la derecha se divisan los llamativos perfiles de dos de las montañas con más altura y personalidad de la zona: Peña Alborto y Castilviejo. Río Quintanilla cuenta con dos núcleos de población bien definidos y separados por unos 500 metros.
El primero que se alcanza es Barrio de Río Quintanilla, formado por un conjunto de casas levantadas con una bella y dorada piedra de toba.
Para visitar el núcleo principal de Río Quintanilla hay que tomar la carretera que por la derecha se dirige hacia Quintanaopio. Antes se descubre, encaramada en un altozano, la iglesia de los santos Emeterio y Celedonio, de estilo románico y fechada a mediados del siglo XII.

La joya románica de Las Caderechas
A medio camino entre Barrio Quintanilla y Río Quintanilla, en un altozano perfilado por los relieves calizos de Castilviejo, se alza el pequeño templo de los santos Emeterio y Celedonio, que por su armoniosa estructura y privilegiada ubicación llama la atención desde la distancia. Aunque por su tamaño y aislamiento parece una ermita, en realidad fue la iglesia parroquial del desaparecido núcleo medieval de Pinilla.
La iglesia de Río Quintanilla sigue el modelo de las construcciones del románico rural de la comarca de La Bureba en la segunda mitad del siglo XII. Edificada con buena sillería de piedra de toba —ligera y abundante en la zona—, consta de nave única y cabecera con presbiterio recto y ábside semicircular. Destaca la vistosa espadaña que se alza sobre el arco triunfal.
La nave del templo se divide en tres tramos separados por los contrafuertes que reciben la carga de los arcos fajones del interior. En el tramo central se abre una portada con arco de medio punto y sencillas arquivoltas aboceladas que apoyan en jambas acodilladas.
La única decoración de la fachada meridional es la serie de canecillos que sostienen la cornisa. Un poco toscos, por la dificultad de tallar la toba, muestran un repertorio en el que se pueden identificar bóvidos, aves, lobos y algunos rostros humanos cubiertos con distintos tocados cónicos.
El ábside que remata la cabecera tiene planta semicircular y se articula mediante codillo. Para adaptarse al desnivel de la ladera sobre la que se asienta el sagrado edificio, se encuentra un poco más alto que la nave y el presbiterio. Al exterior muestra tres tramos separados por pilastras que sostienen semicolumnas rematadas por capiteles con figuras humanas heridas por la erosión de la toba. Cada uno de los tres paños del ábside se decora con su correspondiente arco apuntado de aristas aboceladas. El central es el único que cuenta con una abocinada ventana que ilumina el interior. La cornisa en chaflán descansa sobre canecillos decorados con nacela.Uno de los elementos que otorgan personalidad a la iglesia de los santos Emeterio y Celedonio es la espadaña que se alza, al igual que en otras iglesias de La Bureba, sobre el arco triunfal que separa la nave de la cabecera.
Una escalera oculta en el muro meridional del presbiterio permite acceder hasta su base para contemplar su perfil, con dos troneras apuntadas y un escalonado remate en el que se abre el campanil.
Por desgracia, las campanas fueron robadas hace unos cuantos años.El interior de esta pequeña iglesia mantiene bastante bien su primitiva fábrica románica y apenas ha sufrido añadidos o modificaciones. La nave, que se cubre con bóveda de cañón ceñida por arcos fajones de medio punto, se abre al presbiterio —también cubierto por cañón— mediante un arco triunfal doblado.
El ábside está cubierto con la típica bóveda de horno. Los techos están decorados con unas originales pinturas murales del estilo rural predominante en la transición entre el románico y el gótico. La pila bautismal es sencilla y sin apenas decoración.

Al llegar a Río Quintanilla, el viajero se topará con un restaurado torreón que, sobre un rocoso espolón, defiende desde los primeros tiempos altomedievales una de las más estratégicas entradas a la comarca.
La construcción actual, de planta cuadrada, está levantada con toba de la zona y data del siglo XV. En sus macizos muros se abren unas cuantas y rasgadas troneras.

Camino de Hozabejas
Para continuar la ruta hay que desandar lo andado —de camino se localiza un antiguo molino harinero que utilizaba las aguas del arroyo Vadillo— hasta alcanzar de nuevo el cruce que se dirige hacia Hozabejas y Rucandio. El cada vez más escarpado paisaje anuncia la proximidad de los elevados paredones rocosos que enmarcan la comarca y le otorgan su característico armazón paisajístico.
Hozabejas es una pintoresca localidad, rodeada de bosques y árboles frutales, situada a los pies de la Peña Cironte y a las puertas del desfiladero por el que transitaba una antigua y estratégica vía de comunicación entre Cantabria y La Rioja. Su alargado perfil urbano conserva todavía el trazado lineal de “pueblo camino” y, entre su patrimonio, destacan —además de una llamativa arquitectura popular de entramados— los restos de un acueducto erigido en el siglo XVII para conducir las generosas y represadas aguas del arroyo Hozabejas hasta las huertas y campos de los alrededores.

La carretera atraviesa el pueblo en un par de cerradas curvas que permiten ganar altura y acercarse hasta la entrada de la estrecha y profunda hoz que está en la raíz etimológica del nombre de Hozabejas. Hay que continuar unos kilómetros en dirección a Escóbados de Abajo para percibir toda la grandeza natural del desfiladero.
Mientras sus laderas inferiores aparecen cubiertas por una espesa masa vegetal en la que se entremezclan chopos, alisos, arces, fresnos, tilos, quejigos, encinas y pinos, las zonas más elevadas se resuelven en vertiginosas cresterías calizas donde anidan un gran número de buitres leonados, águilas reales, alimoches, halcones peregrinos y búhos reales.
De regreso hacia el valle y de camino a Rucandio se pasa bajo los verticales paredones del Portillo del Infierno, por donde discurre un viejo camino carretero —por el que transitaban los famosos arrieros de Las Caderechas— ideal para efectuar atractivos recorridos senderistas. Rucandio mantiene su estructura de núcleo medieval, con sus casas agrupadas en cerradas manzanas y una arquitectura que se caracteriza por el empleo de la piedra en las plantas bajas y de entramados verticales de madera rellenos de piedra menuda cogida con mortero de cal o yeso en las superiores. Casi todas las construcciones suelen ser altas, con dos o tres plantas, en las que se reservaban grandes espacios para almacenar la abundante fruta producida en el valle.

Un Madrid muy burgalés
Los siguientes pueblos del recorrido —Madrid de las Caderechas, Huéspeda y Herrera de Caderechas— se encuentran en la parte más alta de la comarca, y para llegar hasta ellos es necesario ascender suavemente a través de un extenso pinar. Aunque aparecen algunos ejemplares de pino albar, la especie dominante es el pino pinaster, introducido en la zona por su rica producción de resina. La mayoría de los viejos árboles muestran sus retorcidos troncos recorridos por las largas cicatrices del sangrado resinero. De vez en cuando también se puede admirar el majestuoso porte de los centenarios quejigos que quedan del primitivo bosque autóctono. En el suave ascenso hacia Madrid de las Caderechas llaman la atención, por su fuerte contraste con el verde de la vegetación, unas blanquísimas manchas del terreno que anuncian la presencia de una apreciada arcilla: el caolín. Conviene saber que las rocas y materiales de la zona pertenecen al Cretácico Inferior y al Jurásico, y están constituidas esencialmente por arcillas, arenas, areniscas, calizas arenosas, margas y conglomerados cuarcíticos.


Los miradores de Las Caderechas
Enseguida se llega a una pequeña aldea que tiene el honor de compartir nombre con la capital de España: Madrid de las Caderechas. El recorrido atraviesa la localidad sin sufrir ningún atasco y alcanza Huéspeda, un tranquilo pueblo situado a 859 metros de altura desde el que se dominan unas extraordinarias panorámicas de todo el Valle de Las Caderechas.

Otra vez por Madrid, hay que continuar por el carreteril asfaltado que discurre en paralelo a las cresterías que aíslan la comarca de los fríos vientos del norte y contribuyen al excepcional microclima que reina en el entorno, favoreciendo la producción de los abundantes cerezos y manzanos.
Tras pasar por Herrera, desde donde también se disfrutan excelentes vistas, la carretera —hay que tomar dos cruces hacia la derecha— vuelve a internarse en un denso pinar que la acompañará hasta alcanzar Quintanaopio. Como casi todas las localidades de Las Caderechas, este pueblo tiene una sonora denominación con un origen etimológico que hace referencia a un nombre propio de persona: Oppio.
Quintanaopio y su entorno
Quintanaopio se extiende a la sombra de El Mazo, una puntiaguda e inconfundible montaña. Su caserío está presidido por una iglesia parroquial que luce una portada gótico florido y que guarda en su interior un interesante retablo renacentista fechado hacia 1544, atribuido a Juan Díaz de Salas, que denota claras influencias de los dos más prestigiosos escultores burgaleses de la época: Felipe Bigarny y Diego de Siloé.


Antes de continuar hacia Cantabrana, puede ser una buena idea internarse en el estrecho y fértil valle por el que discurren las cristalinas aguas del arroyo Vadillo. Camino de Río Quintanilla se descubren algunos de los parajes más bellos de Las Caderechas. Entre todos destaca el presidido por las ruinas de la minúscula ermita de San Roque, en las inmediaciones de una antigua y abandonada central hidroeléctrica.
El río Caderechano
El tramo final de la ruta discurre en paralelo al curso del río Caderechano, que tiene sus fuentes en Rucandio y que, antes de desembocar en el río Homino, recorre cerca de 45 kilómetros. Enseguida se llega a Cantabrana, un pueblo que conserva un rico patrimonio, centrado en un buen número de casas populares con entramados, varias casonas señoriales de amplios aleros y una iglesia parroquial del siglo XVII con un retablo mayor dedicado al apóstol Santiago.
Cantabrana es famosa por la raíz etimológica de su topónimo, que algunos eruditos hacen derivar del término “cántabro”. Esto ha llevado a varios historiadores a pensar que cerca de Cantabrana se encontraba el límite entre tres importantes pueblos prerromanos: cántabros, autrigones y turmogos. Asimismo, en la localidad se conservan algunas bodegas subterráneas en las que se guardaba el apreciado chacolí obtenido de las numerosas viñas plantadas en los alrededores. Otro cultivo que también supuso un notable desarrollo para Las Caderechas fue el del lino, con el que, sobre todo durante el siglo XVI, se abastecían varios telares instalados en la comarca.
Antes de abandonar definitivamente este bello y encantado territorio burgalés hay que atravesar Bentretea, la antigua Veintretea, ya citada en un documento del monasterio de Oña del año 1011, donde se alzan varias casas señoriales de época barroca. Una de ellas luce un llamativo escudo policromado sostenido por dos leones tenantes. El último pueblo del Valle de Las Caderechas no podía ser otro que Terminón. Su nombre deriva de Terminus, dios romano de las fronteras, ya que el lugar fue frontera de sus legiones y zona de paso de alguna de sus importantes calzadas. Desde allí solo queda enlazar con el punto de partida.



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